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Achachila: sus letras y desvaríos

Achachilas del Ande

San Pedro, los espíritus del Ande y el Ingeniero

I De la página social de Andinia

Esta es la historia de Diego Belaúnde, hijo de una familia de encumbrado nivel social de la sociedad de Andinia, una ciudad en constante crecimiento y con florecientes negocios que permiten a sus habitantes un desarrollo fuera de lo esperado en su patria, lastimosamente tipificada como subdesarrollada y en permanente crisis social.

Diego es el hijo único del Ingeniero Isaac Belaúnde y de la conocida periodista Mercedes Junkers, gerente y propietaria de un canal de televisión de creciente teleaudiencia. Desde niño mostró notable intelecto y marcada predilección por el arte gráfico y el sonido: a sus seis años produjo una radio novela de cuatro episodios con sus primos mayores que él, que le valió elogios de todos sus familiares. Pintaba, tocaba guitarra, practicaba tenis y pertenecía a las mejores instituciones educativas de Andinia. A los trece años, se fue a estudiar a Stuttgart con sus parientes maternos y no volvió en doce años a su ciudad natal.

Fue la muerte de su padre la causa de un súbito retorno a Andinia: ya con un doctorado en ingeniería química, trabajador brillante de la Shering D. I., abandonó sus planes de vida germanos y resolvió vivir en su ciudad natal acompañando a su madre que una vez viuda, encontró consuelo en su ya importante medio de comunicación, al que se dedicó con renovados esfuerzos.

Diego consiguió pronto dos trabajos: era el químico responsable de la Farmacéutica Boëring S. A. y catedrático invitado en la Universidad Autónoma Independencia de América en la facultad de Ingeniería.

Retomó la vida de los Belaúnde, que correspondía a la típica familia de prestigio en Andinia: Poco trato con extraños, vehículos 4 x 4, casa con guardias privados, eventuales cenas en los restaurantes de los mejores hoteles de la ciudad, viajes frecuentes a los alrededores agrestes de Andinia, y cada año una gira por Norte América y Europa; romances selectos, asistencia a actos oficiales, asistencia a los cócteles del cuerpo consular, respeto extremo por la vida privada y una vez al mes, hacerse ver en la misa dominical de la Catedral.

Todo cambió una noche de julio, sin previo aviso ni advertencia: tres desconocidos asaltaron la vagoneta de Mercedes Junkers, la hirieron gravemente de bala, dejándola tendida en la acera y marchándose con el Mitsubishi (lamentable, pero típico caso del vandalismo que desde unos años atrás asola a Andinia).

Doña Mercedes fue puesta a salvo en la clínica mas renombrada de de la ciudad; dada la gravedad de las heridas, fue trasladada a La Florida primero, y a Stuttgart después. En dicha ciudad alemana quedaría la madre de Diego por diez y seis meses, a cargo de renombrados especialistas y fisioterapeutas que devolvieron la movilidad a sus miembros y trataron el cuadro post traumático que sufrió esta acomodada dama, que solo había oído hablar de crimen, sin sufrirlo jamás en carne propia.

Diego tuvo que retornar pronto de La Florida –donde acompañaba a su convaleciente madre- a Andinia. No deseando renunciar a su cargo en Boëring S.A., ni a la universidad, se hizo cargo de la gerencia general del Canal 4 con lo que se convirtió en uno de los mas ocupados integrantes de la sociedad de su floreciente ciudad.

Meses antes, mas por presiones sociales que por afecto real, Diego había iniciado un noviazgo con la Srta. Marlene Castillar, hija de industriales conocidos y de su círculo social, pero con todo lo acaecido, la relación se redujo a eventuales llamadas telefónicas que en la práctica no tenían mas que carácter protocolar. Diego parecía no estar preparado para nuevas relaciones.

II Quiebre total

Los sábados por la noche, Diego empezó a salir con Michael (Socio y gerente de producción del Canal 4), dos amigos de este último: Germán el antropólogo social y Dámaso un conocido acuarelista del medio artístico Sud americano. Solían ir a beber unos vasos de whisky, hablar de cosas diversas, comentar de política y mujeres. Al cabo, Diego se re introdujo (luego de años de haber conocido el hashish en la Universidad de Stuttgart) en el circulo de bohemios de fin de semana de clase acomodada, pipas de alabastro o alpacca con las que eventualmente fumaban cannabis y sus derivados, sin exageración ni vicio alguno.

Diego se mantuvo en sus tres trabajos, cumplía a cabalidad con todos ellos, pero en la soledad de su casa, empezó a encontrar una faceta desconocida de él hasta entonces: sentía con frecuencia la presencia de su padre, en varias oportunidades le pareció verlo sentado en la biblioteca e intuía que su padre (o su espíritu en este caso) se mantenía muy cerca suyo.

Cierto domingo, almorzando en su casa con Germán, se atrevió a comentar sus curiosas impresiones y quedó sorprendido al encontrar plena apertura de su amigo: “Pues claro, solo los escépticos redomados pueden ignorar la existencia de los espíritus; yo mismo tuve varias experiencias con ellos…” dijo Germán ante el asombro disimulado del ingeniero Belaúnde. Ahondando en el tema, Diego se enteró del círculo de espiritualistas que su común amigo Dámaso frecuentaba y quedó intrigado al enterarse que de acuerdo a lo que solía comentar su amigo artista, los espíritus del Ande se comunicaban con él frecuentemente y le inspiraban su quehacer plástico. Decidieron llamarlo y supieron que precisamente en esos momentos, Dámaso se dirigía a una reunión con quien el llama el tata Pedro; luego de unas palabras, Diego le preguntó si le importaba que lo acompañase y quedó comprometido a salir en una hora a visitar al mencionado tata Pedro. Germán debía cumplir obligaciones diferentes, y se excusó. Se sentaron a beber un café y minutos antes de las tres de la tarde, escucharon la bocina de la camioneta de Dámaso.

Fueron los tres amigos hasta una plaza cercana a la casa Belaúnde, Germán descendió y tomó un taxi; a continuación Dámaso llevó a Diego a una alejada zona periurbana, donde nunca antes había pisado un Belaúnde en generaciones.

III El tata Pedro

La casa era rústica, de adobe sin revocar, el piso de tierra, varias plantas ornamentales en latas de diversa procedencia a la manera de tiestos, todo era cual corresponde a una vivienda mas de las clases desposeídas sudamericanas; Diego trataba de no mostrar extrañeza, pero se sentía realmente fuera de lugar, nunca antes pasó por esas calles, nunca antes habló con esa gente.

“Pasen, adelante por favor, siéntense en esta banquita” –dijo un joven humilde que supuso Diego era alguien de la familia que visitaba- ya viene mi abuelo, “está en el baño ahorita, ¿desean un poco de coquita?” –preguntó amablemente el muchacho y sin esperar respuesta, abrió una caja de cartón y sacó una bolsa de plástico verde con un buen número de hojas de coca, pasándola sin comentarios a Dámaso.

Nervioso, Diego vio como Dámaso se llevaba un buen número de hojas a la boca y tras morder un trozo de una sustancia parecida al carbón (que el sabía llamaban llijta) se sentó a esperar sin denotar preocupación alguna. El artista hizo un ademán de pasarle la bolsa de coca, pero al percibir su expresión, recogió su mano y con un guiño, le dio a entender que no debía preocuparse.

Al cabo de minutos entró un hombre casi anciano, de evidente origen indoamericano: su piel denotaba fuerte exposición al sol, al viento y a la intemperie, su ropa era en extremo simple y claramente se veía que le faltaban varios dientes y otros tantos estaban deteriorados. “Tata Pedro, espero que no se enoje, pues vine con un amigo, es el ingeniero Diego, quiso venir a conocerlo” cogiéndo el codo de Diego hizo que extendiese la mano y saludase al menudo tata Pedro: “¿Cómo esta usted? Perdone el haber venido sin avisar, pero me agradaría conocerlo…” -dijo estrechando una mano curtida, sincera y morena.

Sentados informalmente, hablaron del fútbol, de los problemas de alumbrado de la zona, del perro con rabia que había mordido la anterior semana a varias personas y estaban burlándose de un ministro del gabinete cuando, los ladridos del perro y el abrir de la puerta de chapa de zinc, anunció la llegada de tres personas mas a la informal reunión.

Diego conoció a don Gaspar, su sobrino Hugo y a un maduro hombre de larga barba blanca que se presentó como Jorge, profesor de filosofía en el Universidad Privada Andina, comentaron cosas superficiales por quince minutos y a la llegada de una niña, aparentemente la nieta de don Pedro, este les informó: “bueno caballeros, dice Sarita que ya está preparado todo, podemos ir si están de acuerdo a la gruta..” Agarró una bolsa que le entrego la niña y se levantó resueltamente.

Todos se pararon, salieron en grupo y se pusieron a caminar alejándose de las casitas de la zona, anduvieron por media hora entre los rincones de una quebrada cercana y dado que el camino era arduo, todos –excepto Diego- caminaban en silencio obligado por lo empinado de la senda y el notable bolo de coca que en su boca humedecían. Diego sentía cada vez mayor aprensión, -¿a donde vamos? ¿Que es esto? ¿a que se refería Germán con lo de los achachis de la montaña? ¿Por qué el se encontraba haciendo algo que no tenía previsto?

El hecho es que siguió caminando con el grupo y pese a que se encontraba muy agotado, siguió los pasos de ellos hasta que de pronto, sin previo aviso, al torcer la senda improvisada, encontraron una gruta natural; todos se detuvieron sin ingresar a ella, se sentaron en círculo y en forma semi ritual, se sacaron sus zapatos, sus relojes, y obviamente, todos los objetos de metal que cargaban encima (Diego, por simple imitación hizo lo mismo y concluido este despojarse, vio como todos se deshacían de la coca, en un silencio peculiar, parecían prepararse a entrar a la gruta; pasaron diez minutos y tata Pedro entró –el solo- a la gruta y se perdió en ella por cosa de veinte minutos.

Al cabo a una orden dada desde adentro, todos entraron agachándose a la gruta, que resultó ser de medianas proporciones, sin más iluminación que un mechero que detrás de tata Pedro ofrecía una tenue iluminación adicional a la que el ingreso de la gruta dotaba.

Una vez sentados en círculo, Tata Pedro, Gaspar y Hugo empezaron a recitar una letanía en lo que Diego supuso era aymará y dada su ignorancia sobre dicha lengua, no pudo descifrar nada excepto algo así como San Pedro, Santiago y achachilas, la palabra que le intrigó en el léxico empleado por Germán horas atrás.

De pronto, se hizo silencio, y tata Pedro sacó de la bolsa que le entrego la niña minutos atrás un envase plástico, lo abrió, y en un jarro desportillado, vertió una bebida espesa y de verde apariencia, la bebió de un golpe y procedió a llenarlo repetidas veces ofreciéndolo por turno a cada uno de los presentes. Al llegar a Diego, este, -como vio hacerlo a los demás y sin dudarlo- se tomó todo el líquido espeso, y a duras penas pudo refrenar el asco sentido por un sabor realmente desagradable que lo invadió no bien pasó el último sorbo.

Tata Pedro, Gaspar y Hugo volvieron a recitar su letanía en su idioma, y conforme pasaban los minutos, Diego se sorprendió al escuchar sumarse a la letanía ¡en el mismo lenguaje! a Dámaso, y Jorge -quienes posiblemente no conocían el lenguaje ancestral que usaban los primeros- Más sorprendente fue que en pocos minutos ¡Diego se encontró repitiendo la letanía sin errar un fonema cual dominase tal lengua!

Diego no pudo explicarse lo que pasó: sin percatarse, Diego Belaúnde dejó de existir, mas aún Pedro, Gaspar, Hugo, Dámaso y Jorge tampoco existían ya. Una certeza total de ser parte de un gran océano de luces y sombras, gritos, cantos, risas, aullidos, ladridos y llantos invadió su conciencia y se descubrió a si mismo sin forma, nombre, género ni sombra, envuelto por un frío entorno azulado, sin conciencia de tiempo y espacio alguno. Aquello que podríamos llamar “ego de Diego” se encontró rodeado de sonidos inenarrables, imágenes irreproducibles y pareció perder todo tipo de contacto con el cuerpo del ingeniero Belaúnde Junkers.

En determinado momento, sintió la presencia de un ser de proporciones descomunales, que lo miraba sin ojos y que reconocía su esencia: quiso mirarlo, pero le fue imposible: por donde intentase mirarlo, solo veía un humo blanco que sin moverse, parecía rodearlo pero que poseía voluntad en sí mismo, entre dicha bruma, vio surgir primero la silueta y luego la figura de su padre, don Isaac -su padre, el ingeniero fallecido meses atrás-.

Diego reconoció a su amado padre, vio como él le sonreía y extendiéndole amabas manos, lo transportó más allá de la blanca bruma flotando entre chispas de claridad diáfana, tuvieron una conversación largísima, amable y que llenó de dicha a la esencia inmaterial del hijo de difunto ingeniero Belaúnde.

La letanía recitada esta vez solo por la voz de tata Pedro pareció romper el hechizo, tenuemente al principio, pero con mayor volumen e intensidad gradualmente, Diego retomó su conciencia y se volvió a encontrar sentado en un círculo de hombres, en una gruta oscura, con frió y sed, mucha, mucha sed.

Era casi media noche; sin pronunciar palabras, los seis hombres se pusieron sus zapatos, recogieron sus cosas, y sin luz artificial alguna, retornaron en silencio ¡y sin tropiezo alguno! a la humilde casa de tata Pedro. Una vez en ella, quebrando el silencio, todos se despidieron cordialmente y cada cual se perdió en la noche.

En la carretera asfaltada, Diego mantuvo el silencio, mientras Dámaso prendía un cigarro negro y sintiéndose -sin palabra alguna- muy cercanos uno al otro, llegaron a la casa de Diego, donde este último descendió, dio la mano a Dámaso e ingresó a su cómoda casa.

III El nuevo Diego Belaúnde

Un mes después de su experiencia en la lejana gruta, Diego Belaúnde se encuentra en excelentes condiciones: trabajaba con dedicación, mantiene su amistad con Germán y Dámaso y genera mas y mas ideas innovadora en la fábrica, la universidad y el canal 4, no habla con nadie de su experiencia con el tata Pedro, no quiso compartir sus vivencias con ser alguno, y sabiendo que podrían tildarle de loco –o algo peor-, evita mencionar que de tarde en tarde puede comunicarse con su difunto padre, con el tata Pedro (sobre todo los domingos y las noches de movimiento de luna) y claro, conciente de las posibles y terribles consecuencias, no comparte con nadie sus experiencias con los achachilas del ande.

Solo sabe que empezó un camino insospechado para él en décadas de existencia y no está seguro hasta donde llegará, pero no piensa detenerse por motivo alguno.

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Oscar Achá (23-IV-2005)

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