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Achachila: sus letras y desvaríos

Relato de una hija de Ganja

Soy hija de Ganga, descendiente de Shiva, -la divinidad de Cachemira- tan viejo y sabio como el tiempo; nació mi estirpe como fruto de la sabiduría divina, y pronto se extendió por toda la tierra.

Mi tatarabuela nació a su vez en Pakistán fue llevada a un recodo del valle de Tirunval por unos comerciantes que la cambiaron junto con cientos de semillas a un serio y enérgico campesino, que en ocho meses obtuvo de sus semillas cientos de hermosas y resinosas plantas regocijadas por su poder, orgullosas de su estirpe, dueñas de la tradición védica del jugo de Soma que en remotas eras servía al hombre para aproximarse a la inexhaustible fuente de la energía, materia y tiempo.

La semilla que llegaría a ser mi bisabuela, llegó a Sur América por medio del contrabando: un marinero pakistaní la introdujo a México rodeada de sus aceitosos almíbares y dio lugar a cientos o miles de descendientes que en su momento fueron llamadas Acapulco Golden y se consideraban en extremo atractivas por los conocedores. Uno de ellos, periodista colombiano de proficua obra y reconocida creatividad, llevó por vía aérea a Santa Martha a la semilla que sería mi abuela: ella vería la luz en una prodiga tierra a la que retribuiría con maravillosas hijas, que bendiciendo la paradisíaca existencia suramericana, dieron lugar a una serie de plantas doradas, robustísimas y pletóricas de su esencia divina.

El hijo de un empresario trajo a esta tierra mía a la que sería mi madre, esta región casi virgen, despoblada y sorprendentemente pródiga, me vio nacer: sin mayor esfuerzo, pronto me manifesté en todo mi esplendor: alcanzando cuatro metros de altura, de un color dorado con delicados tonos púrpura, llegué a mi madurez plena y antes de desprenderme de la generosa tierra, pude generar semillas que aunque fueron pocas, asegurarán mi descendencia.

Las hijas de Ganga no morimos al ser cosechadas, nuestro ser en si, radica en nuestra esencia, la misma que Shiva enseñó a aprovechar a los Rishis y que aún es venerada en lejanas regiones de mis terrenales ancestros.

Llegué a conformar un pan de 5 kilogramos de peso, mi color y perfume eran suficientes para asegurar el deseo de poseerme por parte de los hijos de Manú, los hombres que conocen mi naturaleza divina.

De hecho, fui convertida en diez panes menores que se fueron en diversas direcciones: mi cosechador se quedo con tres para sus propios momentos de recogimiento, dos se fueron con un industrial amigo suyo que viajó hasta la propiedad donde me cosecharon y rodeado de paños de seda, se fueron con gentil cariño rumbo a una gran ciudad, donde pasarían meses en un jarrón de porcelana japonesa.

Un pan se fue con un acuarelista renombrado, serviría para dotar de magia sorprendente a los pinceles que diestramente dotaban de vida a sus magníficos cuadros; otro pan se fue con un arquitecto dado a la ecología (se esta haciendo famoso por sus construcciones de bambú, jatata, y madera de cacto), uno de los panes mas dichosos fue vendido a un músico de la sinfónica nacional que aparte de dotar de vida al oboe, transcurre su vida meditando y ejercitando devoción por MahaDeva; devoción, meditación y mi esencia generan dicha espiritual y eso no pueden saberlo sino quienes practican tales disciplinas.

Lastimosamente (aunque mi origen divino lo entiende plenamente: no puede haber luz sin ignorancia y oscuridad) dos panes conteniendo mi sublime sustancia fueron incautados en un aeropuerto: varios agentes pagados por perseguir lo que no entenderán por cientos de generaciones, me detectaron con el empleo de dos maltratados canes entrenados para sufrir en beneficio de quienes trafican con la violencia y el temor. Uno de los panes terminó incinerado en una reja infame, ante la presencia de oscuros seres de corbata mal anudada y curiosos con cámaras que solo entendían de ordenes y convencionalismos. El otro pan incautado terminó en poder de un oficial que olía a tabaco y cerveza, quien sin entender la esencia de mi trascendencia, no tuvo reparo en entregarlo a un sargento de la cárcel, para que en minúsculos sobres, los venda a quienes ahogados por la enrevesada ley humana, transcurren sus miserables jornadas entre desesperanza y criminalidad; decenas de maltratadas almas entraron en contacto con mi esencia divina, pero cegados por las sombras de la ignorancia y adoloridos por las heridas de su pasado, solo atinaron a atontarse y mezclar mi hálito con cuanto contaminante tengan a mano.

Los humanos parecen estar construyéndo su extinción; la sabiduría de mis ancestros sabe que no sería la única ni primera vez que lo intentan. Pronto la sociedad humana actual, centrada en miedo, hipocresía e ignorancia logrará su cometido y colapsará entre atentados salvajes, aviones cargados de muerte y catástrofes naturales. Mas allá, merced a la bondad de mi divino padre, los humanos que sobrevivan siempre tendrán la sombra y la fuente de conocimiento que fue depositada en la savia de mi especie: la humanidad puede pasar, mi estirpe seguirá en este planeta, mientras exista sol, agua y tierra, no importan en absoluto las ciegas leyes de los occidentales de hoy, enmascarados en sus falsedades y demente arrogancia; soy hija de la luz y en ella me reconforto.

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Oscar Achá

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