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Achachila: sus letras y desvaríos

Los cachorros del marchista

Esta es la historia de Reinaldo Chamas, un joven de clase acomodada de la ciudad de La Paz, criado diligentemente por una familia de abogados con las comodidades que se espera en casos propios de familias con buenos ingresos mensuales, solo dos hijos y aspiraciones sociales ‘características’.

Reinaldo fue un alumno inconforme desde la primaria y pasó de colegio en colegio por bajo rendimiento, consumo de bebidas, exceso de faltas, consumo de marihuana, indisciplina grave y logró salir bachiller contando con dos años aplazados en secundaria, poca vocación por alguna carrera específica y una muy marcada atracción por la música andina: la mayoría de sus amigos eran músicos de conjuntos de diverso éxito en las peñas de su ciudad, y si bien en el transcurso de los años aprendió a tocar quena, tarka y charango (además del bombo) como nunca mostró particulares aptitudes, a su momento debió contentarse con ser oyente y no interprete.

A sus 21 años sus padres le financiaron un viaje de Newport para que en compañía de unos tíos paternos, se motivase por el estudio y alguna profesión alcanzase. Fue buen intento pero solo se logró que Reinaldo aprenda a ser autosuficiente, a viajar con bajo presupuesto y a contentarse con lo que tenga para soportar cada día.

Reinaldo retornó a La Paz, se hizo un ‘prestamo’ de sus padres e instaló un boliche mezcla de peña folclórica, café internet y tienda de artesanías en una calle populosa de su ciudad. Conoció a Fabiana Morales, tuvo dos niñas y entre separaciones y reconciliaciones, suele pasar sus días escribiendo en revistas de ‘vanguardia’ foros literarios y tratando de integrarse en movimientos andinos supuestamente místicos y de liberación social.

Se acuesta en las madrugadas, y duerme hasta casi medio día, come cuando tiene hambre, ama a sus hijas y soporta a su pareja la cual siente verdadera fascinación por lo oriental y extranjero en general.

Reinaldo se hizo amigo de varios agitadores sociales de ascendencia aymará y participó en las jornadas de mayo, febrero y el octubre ‘negro’ que –como el suele afirmar- iniciaron la revolución de retorno al tawantinsuyo.

Entre su pareja orientalista fanática de los extranjeros, sus hijas conservadoras y su vida de liberal, los días de los Chamas pasaron por años sin demasiadas anécdotas aunque no pocas amarguras.

La profecía

En septiembre pasado, en una visita a una comunidad de la provincia Omasuyos, Reinaldo fue presentado al Tata Tajsiri, mentado yatiri ducho en el arte de la adivinación con medios andinos. Con mas curiosidad que fe, Reinaldo se encerró en una pieza con el Tata Tajsiri y se atrevió a inquirir sobre su futuro: poco recuerda de lo dicho por el yatiri (en gran parte como consecuencia del alcohol de caña que corría en sus arterias y el efecto del abultado bulto de coca que llevaba horas en sus cachetes. Solo algo le había impactado: y es que el tata Tajsiri en un momento le dijo de modo muy serio: “por descuido puede ser que tus cachorros se enfrenten unos a otros y salgas perdiendo; veo sangre y escucho mucho ruido…veo tristeza en tu sendero dentro de menos de un año”

Reinaldo (ateo confeso y poco creyente en el destino o las adivinaciones) solo conservó ese recuerdo, aunque mayor relevancia para el no tuvo en su momento (el sabía que sus hijas eran muy unidas); curiosamente, pese a la coca que mascaba, al cabo sintió necesidad imperiosa de dormir y se acostó encima de unos cueros de oveja dejando al Tata Tajsiri libre para salir a seguir libando los ponches de la comunidad por el resto de la noche. “¿Futuro? Uno mismo se hace su futuro, bueno sería que se pueda adivinar, que tontería...” musitó mientras un sueño intenso lo invadía.

Junio de 2005

Reinaldo se ofreció gustoso en junio a integrar columnas de marchistas encargadas de bloquear La Paz. Día tras día por dos semanas se encargó de bloquear carreteras, calles y avenidas, día tras día arrojó piedras, corrió huyendo del gas lacrimógeno, silbó, gritó, insultó e hizo gala de su “conciencia revolucionaria”.

Por las noches, dormía donde podía (por lo general con el abrigo de la coca y el alcohol) y cuando tenía que retornar a su hogar, trataba de evitar cualquier comentario a sus hijas que con sus 15 y 17 años, ya se percataban de la ‘curiosa’ manera de ser de sus padres y aunque estudiaban en el mismo Instituto Americano que su padre alguna vez había conocido y compartían valores burgueses (puperas, discman, gameboy, CDs, PC, ICQ, jeans de lycra, dietas de moda y twister), sentían que ‘algo’ no estaba del todo bien en su hogar y a manera de compensación, lograron un vínculo emocional fuertemente estrecho entre ellas y lo que no recibían de sus padres lo equilibraban amorosamente entre ambas.

Fue un jueves en la madrugada la última vez que Reinaldo iría a ver juntas a sus hijas, al cabo de los silbidos de sus compañeros revolucionarios, Reinaldo –sin ducha ni desayuno- salió sigilosamente de su departamento y presurosamente se dirigió con sus tres compañeros a la ceja de El Alto, conforme a las consignas recibidas, desde ese punto se integrarían a una columna de marchistas mineros que tratarían de tomar la plaza Murillo.

A las 11 de la mañana estaban por fin, dispuestos los seiscientos mineros con su refuerzo de la ciudad y El Alto dispuestos a bajar hacia su objetivo.

Reinaldo recibió cinco cartuchos de dinamita con mecha corta, nunca había tenido en sus manos arma alguna pero no dudó en coger alegremente los cinco “cachorros” y distribuirlos en sus bolsillos, a la hora de iniciada la marcha su amigo Pedro le pregunto: “ Che Reinaldo y tu alguna vez usaste un cachorro?”

Ante la respuesta negativa de su compañero de marcha, Pedro y Justino diligentemente le explicaron: “ debes tener un cigarro prendido en tu boca, antes de acercarlo a la mecha debes soplar la lumbre del pucho, y una vez rojita, debes prender a mecha y tirar el cachorro tan lejos como puedas, no te olvides que la mecha esta calculada para menos de cinco segundos nada mas, ¿sabes la fuerza de un cachorro?”
Mostrando destrezas didácticas, sus camaradas decidieron hacer una muestra práctica, al llegar a una curva de la autopista, Justino prendió un cachorro y lo lanzó hacia un rincón lejano del bosquecillo; a los tres segundos la explosión mostró a Reinaldo que los cilindros que tenía en sus bolsillos no eran juguetes.

Pedro le conminó a hacer la prueba y con los cinco tragos de alcohol que ya había tomado, no dudó en hacer lo que le indicaron y hacer explotar a un pequeño arbolillo en medio de senda explosión. Los marchistas ni se inmutaban y seguían su camino, con una convicción evidente. Reinaldo se sintió seguro y poderoso: la reacción del estallido fue como tres tragos de alcohol, volvió a tomar su lugar en la columna y se dejó envolver por el movimiento de cientos de cuerpos decididos a cumplir su consigna: tomar la plaza Murillo.

La columna estaba a cuatro cuadras de su objetivo: en su camino Reinaldo fue testigo de doce pateaduras, chicotazos y empellones a personas (hombres, mujeres y dos ancianos) que tuvieron la mala suerte de cruzar su camino con los obnubilados marchistas. En un determinado momento, vieron llover sobre la punta de la columna mas de diez proyectiles de gas lacrimógeno, la columna se detuvo: cinco ‘compañeros’ desplegaron una bandera roja e indiferentes a las nubes de gas, a gritos pidieron seguir, seguir hasta ¡las últimas consecuencias!

Reinaldo no lo dudó: se puso al lado de Justino y detrás de la bandera, reinició la marcha. Sus compañeros hicieron lo propio y avanzaron cuadra y media mas, haciendo retroceder a los policías que tenían ordenes enérgicas de no llegar a combatir cuerpo a cuerpo.

Denisse y Dyana (herederas –en su nombre- del gusto de su madre por lo extranjero) se encontraban prohibidas de aproximarse a las marchas y conflictos del centro de la ciudad. Empero, precisamente ese día, su madre les había rogado ir al correo a recoger un sobre que ella esperaba ansiosa de un ‘gran’ amigo suyo de Bélgica. A las 9 y 30, ingresaron al edificio del correo, se dirigieron a la sección de entrega y con el carnet de su madre, pidieron que se les entregue el sobre que había llegado para su excéntrica progenitora.

Una vez con el sobre en su poder, ambas hermanas se dirigieron hacia la salida y estando ya en los últimos escalones vieron como cientos de mineros bajaban corriendo de las inmediaciones de la plaza Murillo, perseguidos por un carro antidisturbios de la policía y decenas de efectivos uniformados. Ambas adolescentes –por lo general cautas y recatadas- se tomaron de la mano y se quedaron asombradas a mirar las violentas acciones: varias detonaciones de dinamita detuvieron a los policías y al carro, otras mas parecieron estar a punto de dañar al vehículo y vieron como decenas de mineros retomaban sus pasos y se precipitaban sobre el vehículo. No habían llegado muy cerca cuando cinco motocicletas llegaron impetuosamente y con enérgicas acciones volvieron a poner en fuga a los revoltosos; estos en su carrera se aproximaron al edificio del correo y fue entonces que Denisse y Dyana se dieron cuenta del riesgo que corrían: se voltearon y avanzaron hacia las puertas del correo, no estaban a mas de diez metros de las puertas y vieron aterradas como estas eran cerradas por dentro para evitar el ingreso de los mineros; desesperadas, ambas hermanas corrieron de todos modos hacia el acceso mas cercano y golpearon con desesperación los cristales de la puerta; no recibiendo respuesta, corrieron a refugiarse a unos buzones adornados con plantas en el atrio de dicho edificio.
Reinaldo estaba fuera de sí: habiendo lanzado dos de sus cachorros en su retirada, vio como uno de ellos lanzó contra la pared a un policía, sintió un fuerte golpe propinado por uno de los acompañantes de las motocicletas y con sangre en sus labios, procedió a arrojar uno cachorro mas en dirección a los policías, pero este no explotó.

Los policías se detuvieron en la acera opuesta de la avenida, vieron como se reagrupaban los mineros y su oficial les ordenó detenerse. Al observar la actitud de los uniformados los mineros lanzaron una andanada de dinamita en su dirección y en un raptus de extrema violencia, decidieron hacer volar los cristales del edificio que se encontraba a sus espaldas. Reinaldo se sumó a la medida y prestamente prendió sus últimos dos cachorros y los arrojó enérgicamente hacia el edificio: ambos rebotaron contra los cristales y por extraña coincidencia cayeron juntos, detrás del buzón ornamental, donde dos señoritas aterradas intentaban protegerse de una violencia que no entendían y que por vez primera sufrían: lo último que escucharon en su breve y curiosa existencia fueron dos explosiones cruentas que cegaron sus vidas. Nunca se enteraron que los cachorros de dinamita que apagaron sus ilusiones fueron encendidos y arrojados por las mismas manos que en el pasado les habían hecho jugar, que en el pasado les habían divertido con sus malabares y que nunca les habían castigado.

Epilogo

Reinaldo supo de la muerte de dos jovencitas por la noche, mientras celebraba con sus compañeros las acciones del día: los noticiosos informaron de las víctimas pero no mostraron imágenes ni dieron nombre alguno, ebrios y abotagados, los mineros gritaron a coro: ¡Gloria a los cooperativistas mineros!, ¡Muerte a los káras paceños! Semiconsciente, Reinaldo se sumo a la arenga: ¡Gloria! ¡Mueran!

El sábado en la madrugada, Reinaldo retornaba a su casa y le costó trabajo entender el significado de las coronas de flores y la presencia de sus padres: al ver los dos ataúdes blancos, subitamente entendió parte de su tragedia.

Al conocer los detalles de la muerte de sus hijas (mis cachorras, les decía desde niñas), al ver imágenes de un video grabado desde el obelisco, se percató para su horror, que el sujeto de chamarra negra y sombrero rojo que arrojaba los cachorros hacia las puertas del correo era Reinaldo Chamas, padre y asesino de Denisse y Dyana Chamas Morales. El tata Tajisiri pudo leer su futuro pero el no lo creyó posible.

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Oscar Achá (9 de junio, 2005)

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